Son las dos de la mañana y la heladera está completamente vacía. Duda, piensa un poco antes de decidirse. El gato da vueltas alrededor de la cocina, como señalándole el plato vacío. Es cierto, esa misma tarde se agotó la última ración de su alimento. Por eso se pone las zapatillas y emprende la caminata. Wal Mart está a siete cuadras, pero con el frío las distancias siempre se dilatan.
Un supermercado abierto las 24 horas tiene algo de misterio. Sus góndolas recorridas por zombies como uno, se dice. Por ello no le extraña ver a una señora de pantuflas, entrada en años; a una familia, con tres niños, todos despiertos, muy despiertos; a un travesti que oficia a pocas cuadras; y a un vecino que jamás saludó pero esta vez hay esa mirada cómplice, esa necesidad de levantar las cejas en esa rara intimidad que ofrece un galpón enorme.
Al llegar a la caja rápida tiene tres o cuatro personas delante, y el cajero le hace señas, le dice que por favor avise a los que vengan detrás que la caja termina con él. "No entiendo", se ofusca. Que va a cerrar la caja, que él será el último a quien cobre, sintetiza el cajero.
Entre el ruido del lector del código de barras y la lentitud de la fila debe ser el mensajero, el que soporte las caras extrañadas de aquellos que dudan de lo que debe decirles, que se marchan desconfiados a la próxima caja.
Cuando por fin sus productos avanzan sobre la cinta, todo parece terminar. De pronto ve que el cajero introduce un salamín en la bolsa que acaba de llenar con sus cosas. "Por el favor", le dice.
viernes, 2 de abril de 2010
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