Waldemar, a sus treinta y cinco años, no recordaba cuándo había sido la ultima vez que había llorado. No había caso. En rigor, guardaba la imagen (propia) de un falso llanto el día que cumplió los veinticinco, cuando de sus ojos unos granos de arroz imitaron el descenso de las lágrimas por sus mejillas. (Fueron 14 granos en total, marca Gallo Oro.)
Lamentaba, además, que los veranos en su provincia fueran tan secos. La lluvia, al igual que sus lágrimas, era inexistente.
Sin embargo, una mañana de enero las nubes amenazaron con dejar caer un chaparrón, según informaban las veinte repetidoras de una única radio. Waldemar esperó el milagro, casi frunciendo el ceño, sin dejar de mirar el cielo. A los pocos minutos comprendió la inutilidad de su ilusión. Ese día cayó una lluvia absurda: de papel picado.
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Esas son sequías, mi amigo...
ResponderEliminar¿La relatividad de la culpa? En el papel picado... en los ojos secos. O la inutilidad de la ilusión. Me ha gustado su post.
ResponderEliminarMi querido Agustín, si usted lo dice doy por descontado que lo son.
ResponderEliminarAmigo Jou, la interpretación -de un texto absurdo- por el lector es lo más interesante de cualquier proyecto literario. Gracias, por pasar y por su análisis.
Mire, Boris: Justamente yo estaba por escribir que para mí, ese muchacho Waldemar, se casó a los 25 años, y 10 años más tarde se le ocurrió festejar el carnaval con un mes de adelanto, y encima, por la mañana.
ResponderEliminarUn abrazo
W.S.
repetidoras, ¡tenía olvidado ese término!
ResponderEliminarWilliam: usted lo estaba por escribir y terminó haciéndolo, con una lógica insuperable.
ResponderEliminarS A L: no me había percatado de su desuso. Gracias por el recordatorio.