Entonces aparece mi padre. Me había llamado cuarenta y cinco minutos antes, balbuceando frases incoherentes; por ello había optado por decirle que nos encontrábamos en mi oficina, a lo que había respondido “bueno, ahora voy, estoy estacionado a media cuadra”. Pasó el tiempo y ya daba por descontado que había decidido otro itinerario. Pero no, allí estaba. Entró con el rostro hinchado, y me saludó con una explicación: “me quedé dormido en el auto”. Había tomado una pastilla “para los nervios… el médico me dijo media, pero yo me la tomé entera”.
No pude menos que proyectar esa imagen unos años, quién sabe, veinte quizá; lo imaginé senil, durmiéndose, como ahora, en la silla frente a mí. Volví a maldecir eso de llegar a este mundo sufriendo para irse del mismo modo cuando el parto y la muerte son “naturales”. El reloj de arena ya giró, es cuestión de que esos años nos golpeen en el rostro para enfrentarse a algo que hoy se traspoló aquí misteriosa, medicinalmente.
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