—Señor, ¿me diría qué hora es?
—Cómo no: hora de conocernos.
"Si miro un espejo me reconozco; si miro mi interior, no" (Giacomo Balla) "Al fin y al cabo, el único expectador atento al espectáculo de nuestra propia vida es uno mismo" (Vlady Kociancich, La octava maravilla)
El sujeto relee un viejo artículo de Courtis y Abramovich. Mientras lo hace escucha online accuradio.com, el canal de jazz dedicado a las versiones de los Beatles. De pronto el audio se torna elevado con el golpe de trompetas en Help! Se para, deja el artículo, y se aproxima a la notebook con la intención de bajar el volumen y mejorar su concentración. Mecánicamente abre e inicia sesión en Messenger. Aparece su hermano, que le comenta la conclusión de algo que habían hablado esa tarde. El diálogo (¿diálogo?) dura aproximadamente 10 minutos. Casi al final, el sujeto le dice a su hermano que hasta hace unos instantes estaba leyendo nuevamente a Courtis y Abramovich, que se acercó a la notebook solo para bajar el volumen, y que esa conversación por chat le hace recordar un post ocurrente sobre el tema, en el que se habla de la falta de concentración a la que nos somete internet diariamente. Cree que era el blog de Leila Macor. Le sugiere su lectura. Para ubicarlo dedica otros 5 minutos en la red de redes. Le pasa, vía Messenger, el link en cuestión. Su hermano promete leerlo (cuando termine con algo que está haciendo, o viendo, en su PC). Se despide, su hermano, diciendo “te dejo terminar el artículo.”
El sujeto se ofusca un rato. Piensa (o cree pensar) en lo que le acaba de suceder. Accede a su blog, y dedica un post a narrar lo sucedido.
Tal vez otros, al pasar, se desconcentren como él.
La vida no vale nada —canta Pablo Milanés— si ignoro que el asesino cogió por otro camino y prepara otra celada. La canción se toma carnadura después de ver "La vida loca", de Christian Poveda, el fotógrafo y periodista recientemente ultimado por alguna de las pandillas salvadoreñas.
Había dedicado más de un año de rodaje para observar y convivir con los pandilleros de "La 18", dejando un registro invalorable de ese ir y venir de tanta muerte joven por la pertenencia a una de las pandillas más importantes de El Salvador. O, como dice Christian Alarcón, “[e]l muerto, el vivo, la fiesta, la viuda, el joven esperanzado, la muerte de varios de los protagonistas a lo largo de los 16 meses de rodaje de la película, lo siniestro y la ternura: eso es lo que dejó, el retrato de un mundo de huérfanos para los que la violencia es el líquido en el que se nada para sobrevivir. O morir en el intento”.
En la era de las comunicaciones digitales la muerte violenta se torna una constante, y si es registrada mejor aún. Después de algunas primeras impresiones, la imagen en movimiento, mostrando el momento de la agonía o el inmediatamente posterior se vuelve inofensiva, común, corriente.
He visto a un agente de tránsito asiático partido literalmente en dos, tocando el borde su abdomen (o lo que queda de él), creyendo (queriendo creer) que esa piel entre sus dedos es el pliego de su camisa. He visto a unos jóvenes ucranianos asesinar a golpes y puñaladas a un mendigo, riéndose como si se tratara de una travesura. He visto compilaciones de videos de accidentes, con música de fondo y una cuidada edición; he visto cómo se preparan las cámaras de los teléfonos celulares para filmar una pelea entre jóvenes, o entre ancianos, arengando el espectáculo. He leído las disculpas del editor de un sitio Web porque la imagen de una decapitación no era de muy buena calidad. He agotado cualquier tipo de sorpresa en sitios de contenido erótico o pornográfico.
Todas esas imágenes no son naves de ataque ardiendo más allá de Orion, ni rayos "C" brillando cerca de la Puerta de Tannhauser, pero serán momentos que se perderán alguna vez como lágrimas en la lluvia, para mí; para el resto seguirán vigentes en el eter, bastará un click para que el show del horror continúe una y otra vez.