Y allí estaba Ignacio, Nachito, mi amigo suicidado luego de
un fin de semana de excesos, el 5 de junio del año pasado. No sé qué hacia yo
en ese edificio, pero también aparecía mi padre y mi hermano mayor. Era una
especie de hotel, nosotros estábamos en una planta superior y debíamos bajar a
almorzar en la planta baja a través de un ascensor extrañísimo. Recuerdo que
dejé que ellos bajasen para revisar aquella situación atípica y fue entonces
cuando también, por alguna otra rara certeza, alguien me hacía saber que mi
madre estaba también muerta. Muerta pero no presente como él. Lo supe cuando
volví a hablar con Nacho y le pregunté qué día era. No me supo decir nada,
buscaba evadir la respuesta hablando con las otras personas de la habitación.
No me importa el día, insistí, sino el año. Entonces Nachito comenzó a
desaparecer con una queja tenue, maldiciendo despacio. Y yo caí en la cuenta
que eso dejaba de ser un sueño, pero no podía entender cuándo había muerto mi
madre, no podía saber por qué había un dolor y una ausencia y las ganas de
llamarla pero sabiendo que no estaría allí para atenderme. Si hay una sensación
de tristeza infinita la conocí en ese instante, en ese mismo momento en que,
casi a las 7 de la mañana, desperté para escribir esto y esperar una hora para
llamarla a ella aun viva en este lado y preguntarle cómo estás, mamá, y ver si es posible desayunar juntos. Que pronto acabará este puto mundo.
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